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Philosophema, n. 3-5, Dicembre 2004

Traducido y editado del italiano por Héctor Viera Araya, Psicólogo Clínico en entrenamiento,
Sociedad de Terapia Cognitiva Posracionalista, Chile, 2005

 Michele Bracco

a Umberto Galimberti
Magister absconditus

La llegada del psicoanálisis y de la fenomenología impusieron a la psicopatología de finales del siglo XIX un cambio de momento que la lleva a superar aquel reduccionismo científico típico de la cultura positivista en aquel momento dominante. Desde la visión de las reflexiones maduradas en el campo histórico-filosófico hasta la obra de Wilhelm Dilthey, que había diferenciado las ciencias de la naturaleza de las del espíritu, la psicopatología, hasta entonces caracterizada por un enfoque prevalentemente organicista por obra de su estrecha ligazón con la psiquiatría, devela nuevas ideas que de ellas devienen, desde aquel momento en adelante, una nueva etapa fecunda en innovaciones, de descubrimientos y, en la misma clase de hechos, una nueva manera de pensar el cuerpo y la corporeidad.

En 1913, la publicación de la Psicopatología General de Karl Jaspers inaugura en el método y los contenidos lo que será considerado hasta hoy como la primera psicopatología científica, abriendo un campo de investigación que tenderá siempre a ser más autónomo en su género. Haciendo suya una distinción ya formulada por la escuela del historicismo alemán, Jaspers identifica en la teoría y en la práctica psicopatológica dos modalidades diferentes de investigación: la “explicación” (Erklären), a través de la cual el investigador se preocupa de identificar las relaciones de causa y efecto que determinan la presentación de un fenómeno psíquico, es decir, las leyes, los principios deberían ser válidos en general para todos los casos análogos permitiendo hacer pronósticos; y la “comprensión” (Verstehen), en virtud de la cual el observador entra, por así decirlo, en el corazón del fenómeno psíquico para coger su sentido, para entender el significado más profundo que, en cuanto es ligado a la interioridad del otro, encierra una experiencia personal única e irrepetible, irreductible a cualquier medida y a la cual se puede acceder, en todo caso, por medio de la “entropatía” (Einfühlung), aquella particular vivencia que permite a cada uno de nosotros comprender aquello que el otro está viviendo, de sentir aquello que el otro experimenta como ser humano que se asemeja, pero sin poderse inmiscuir dentro de él, en cuanto su individualidad permanece como algo de absoluta trascendencia respecto a nosotros, totalmente otra y en consecuencia, por decirlo así, impenetrable a cualquier mirada externa que tendiese a captarla “en original”.

De esta manera nace un modelo de psicopatología comprensiva respecto a la cual el cuerpo no se considera más como un puro y simple mecanismo gobernado por las leyes físicas y con relaciones de tipo exclusivamente deterministas, sin embargo, se identifica un fenómeno bastante complejo que, más allá de ser explicado, es antes que todo “comprendido”, vale decir, indagado a partir de aquello que venimos llamando la “vivencia” (Erlebnisse) de la conciencia. Jaspers, al hacer esto, pone en evidencia el riesgo de querer explicar todo sin comprender nada, porque la explicación de un fenómeno psíquico o somático sólo en los términos de sus implicancias químicas, físicas y fisiológicas, acabaría por transformar una sonrisa, por ejemplo, en una pura y simple contracción de músculos, o las lágrimas de dolor y de alegría en una secreción ocular del mismo tipo.

Pero ¿en qué sentido la comprensión del cuerpo debe tener en cuenta las vivencias de la conciencia?, ¿en qué medida el cuerpo es en relación a ellas? No es posible comprender el cambio realizado por la psicopatología contemporánea sin considerar la contribución de la fenomenología germana de Edmund Husserl y Martin Heidegger, a quienes se deben nociones fundamentales en lo que concierne a la cuestión del cuerpo.

Husserl, luego de reconocer que nuestra conciencia se caracteriza por un “flujo de vivencias” (Erlebnisstrom) que la orientan hacia las cosas para otorgarles posteriormente un sentido, distingue, a propósito del cuerpo, dos modalidades diferentes de ser: el Körper, es decir, el cuerpo físico en cuanto cuerpo somático del cual es posible otorgar una explicación anatómica y fisiológica, el cuerpo-cosa del cual se ocupan las ciencias experimentales, aquello que puede ser abierto, medido, mi mismo cuerpo que experimento casi como un objeto extraño cuando lo observo en el reflejo o en la imagen de una radiografía, cuando lo toco, cuando lo huelo, como si fuera el cuerpo de otro; y el Leib, el cuerpo-viviente, el cuerpo en cuanto proviene de mi vivencia como cuerpo propio y no como un objeto, en su totalidad y no relativizado a sus partes singulares, a los puros órganos; aquel cuerpo que yo soy, antes que simplemente “tengo”. Al contrario que el cuerpo-cosa, además mi Lieb es el cuerpo viviente caracterizado por una “intencionalidad” particular, en virtud de la cual mi relación con las cosas en términos de una exposición que es una apertura del mundo, una trascendencia, y no un mero reflejo fisiológico, un contacto físico entre receptores y cuerpos externos. Mientras del Körper se puede decir que limita en el último estrato de la piel, última frontera que cierra como un saco el cuerpo físico, el Leib al contrario trasciende estos límites y abre una realidad, un mundo que se caracteriza por ser un mundo de significados, un mundo dotado de sentido y no tomado en cuenta como una simple suma indiferenciada de las cosas que me circundan.

En consecuencia, no solo se disminuye esta distinción de origen cartesiano que transformaba el cuerpo y el alma como dos sustancias metafísicamente distintas y autónomas una respecto a la otra, sin embargo, señala una concepción de un cuerpo-viviente que experimenta, por así decirlo, la encarnación de la conciencia, el hacerse cuerpo de la conciencia que, a través de la entrega de sentido hecho posible por su intencionalidad, introduce al cuerpo en una nueva dimensión de naturaleza no reducible a la física: el cuerpo viviente, el Leib, no se ubica más en el mundo a la manera de los otros objetos como entre las demás; el cuerpo no está simplemente colocado, puesto en el mundo como un pez en el agua o una silla en la habitación, más bien esto abre a su vez un mundo, lo desencierra, lo vuelve posible. Un mundo en relación al cual todo lo demás recibe su sentido.

Pero para comprender en qué consiste esta “apertura” es conveniente citar aquello que dijo el más grande de los discípulos de Husserl: el filósofo Martin Heidegger. Él sostiene que, a diferencia de todas las demás criaturas, sólo el hombre posee la característica de la trascendencia, es decir, la facultad de orientarse más allá de sus propios límites, más allá de las fronteras dentro de las cuales constantemente se encuentra viviendo. Para compartir con los demás seres vivos una naturaleza limitada, el hombre, que Heidegger prefiere llamar “ser-en-el-mundo” (Dasein), es al mismo tiempo un ente “creador-del-mundo” (weltbildend), él es capaz de abrir una visión, una perspectiva a partir de la cual toda cosa recibe su significado. El ser-en-el-mundo, por lo tanto, no es una pura y simple cosa en el mundo, a cuyo nivel deja de ser considerado solamente como Körper, si no que, más bien, el único ente para el cual se abre, se constituye algo como el “mundo” a partir de su ser-permanentemente-abierto en la modalidad de proyecto.

Esta reflexión modifica radicalmente también la concepción del cuerpo. El hombre que se relaciona con las cosas o con sus semejantes mediante su cuerpo no realiza solamente un contacto físico, si no que se mueve dentro de una relación más profunda, una relación originaria que lo liga a ellos de manera indisoluble desde ya para siempre. No es que sea por una parte el hombre como cuerpo físico, aislado de todo lo demás y posteriormente el mismo hombre que, en un segundo instante, enfrenta la realidad, entre en relación con ella. El hombre se encuentra atrapado desde el primer momento en esta relación con el todo, relación que no es pura y simplemente un contacto físico, si no que es una apertura de sentido respecto a la cual sujeto y objeto, individuo y realidad, yo y mundo no son entes que se contraponen, que se confrontan como algo en sí mismo y definido de una vez para todos, si no que, devolviéndose el uno al otro en términos de un compromiso recíproco o de aquello que el mismo Husserl llamaría una “polaridad”: el cuerpo es en cierto sentido el “lugar” a su modo inconcluso, indefinido, donde ocurre incesantemente el devenir del mundo del yo y el devenir del yo del mundo, como afirma también el gran psicopatólogo germano Jürg Zutt con una expresión lingüística tanto eficaz como difícilmente traducible: <>.

La cosecha de los frutos de estas reflexiones maduradas en el ámbito de la fenomenología, que en realidad merecería de nuestra parte posteriores profundizaciones que aquí no pueden encontrar espacio, es dada por uno de los más grandes psicopatólogos del siglo XX, Ludwing Binswanger, a quien se deben posteriores concepciones de la cuestión del cuerpo. El psiquiatra suizo se refiere tanto a las indagaciones fenomenológicas husserlianas, como a las ontológicas heideggerianas y considera el cuerpo en su relación indisoluble con lo que habíamos llamado su mundo.

Por lo tanto, según Binswanger, se necesita tener siempre presente no sólo que el hombre posee un cuerpo dotado de determinadas características fisiológicas, caracterizado por particulares capacidades o deficiencias, si no que también todo hombre es primordialmente su cuerpo, y que esto no constituye un atributo suyo ni una dotación de la cual se pueda simplemente “disponer” como si fuera un objeto cualquiera, como un utensilio a nuestro alcance. Es sobre todo en el campo de la  patología que la manera de ser un cuerpo, la manera de vivir la propia corporeidad se vuelve extremamente importante y reclama un enfoque específico: > [1] . En esta medida, afirma Binswanger, toda auténtica psicoterapia no sólo debe orientarse primordialmente a la pacificación del hombre con sí mismo, si no que también a lo que se refiere al hombre con el mundo, ya que la salud del cuerpo no es concebible fuera de un estado de armonía, de confianza y amistad con lo que le rodea.

La última consideración se introduce desde otra importante concepción del cuerpo, elaborada esta vez por el psiquiatra de origen ruso Eugène Minkowski, aunque él se encuentra entre los más representativos psicopatólogos del siglo pasado. A él se debe el mérito de haber reconocido, antes que nada, que el cuerpo viviente no solo está caracterizado por su trascendencia, si no que le pertenece una manera totalmente suya de vivir el espacio y el tiempo. Diferentemente a lo que sostiene la física, Minkowski mantiene que para la comprensión de las vivencias psicológicas vale exclusivamente la comprensión de aquello que él llama el “espacio vivenciado” y el “tiempo vivenciado”, en virtud de los cuales el cuerpo se relaciona con las cosas de una manera diferente de la estabilidad de los instrumentos convencionales de medida de estas dos dimensiones. Para determinar la percepción del espacio, en efecto, no utilizo tanto los receptores con los cuales mi cuerpo registra, indaga y mide el ambiente circundante, a diferencia de mi particular manera de vivir, de desear, de padecer aquello que es cercano o lejano en un sentido que ya no es más meramente geométrico, si no que considera mi corporeidad viviente, la cual posee una manera propiamente suya de vivir la distancia de las cosas a consecuencia de la naturaleza y del grado de compromiso emotivo, afectivo, intelectual que caracteriza toda experiencia existencial: > [2] .

El espacio vivenciado es, por lo tanto, un espacio cualitativo en el cual la cercanía o la lejanía de las cosas dependen de nuestra manera de ser, de nuestra relación con aquello, relación que puede ser de atracción o de repulsión, de aceptación o de rechazo, de amor o de odio, un espacio que por esto se puede decir teñido, definido a partir de aquello que constituye nuestra “tonalidad emotiva” (Stimmungen) [3] . Lo mismo ocurre con el tiempo, que no experimenta una medida física objetiva e imparcial, si no que es considerado como la manera subjetiva en la cual cada quien vive los momentos de su propia vida. El tiempo vivenciado no mide cuantos giros completa una aguja sobre el cuadrante de un reloj, si no que, es apropiado decirlo así, a qué velocidad o lentitud ésta se mueve y en qué dirección, gira en adelante o al contrario, a consecuencia de cómo y cuánto estamos comprometidos con una experiencia dada. El tiempo vivenciado, como ya San Agustín había pensado, lejos de ser una forma exacta de medición, depende sobre todo de nuestro estado de ánimo, de las vivencias de nuestra conciencia, las cuales no registran sencillamente el correr del tiempo, si no que, fundamentalmente lo vive, ligada y atravesada por los recuerdos, de expectación, de nostalgia, de ansiedad, que constituyen, por decirlo así, la “materia” de la cual está hecha nuestra alma. Para Mincowski, además, el cuerpo no es considerado como un objeto aislable del contexto en el cual vive, si no que debe ser inscrito en una verdadera y propia “cosmología”. La misma enfermedad mental no es tanto, o solamente, algo como un daño, un mal funcionamiento cerebral o de parte del sistema nervioso, si no que constituye la fractura de un “diapasón”, como lo llama él, es decir, el deterioro de una relación armónica de naturaleza cósmica, desde el momento que entre el yo y el universo ocurre aquello que él llama una “solidarité structurale” en virtud de la cual los motivos del alma están constantemente en relación con los movimientos de la naturaleza [4] .

Toda patología mental, por lo tanto, no puede ser entendida si no es a partir de aquello que son las implicaciones de esta a nivel de la corporeidad, siempre a la luz de aquella profunda e indisoluble ligadura que mantiene juntos al cuerpo y el alma, la esfera somática y la psíquica, no en el sentido de dos dimensiones diferentes y autónomas que un “puente” misterioso psíquico-somático los pondría en contacto, si no que de una relación originaria donde fuera de la cual no sabríamos aquello que somos. De la sintonía fallida entre Körper y Leib, y en consecuencia a las transformaciones radicales del modo de vivir la propia temporalidad, pudiendo así derivarse toda una serie de fenómenos patológicos que en este espacio nos limitaremos a esbozar.

Si se piensa, por ejemplo, el fenómeno de la depresión, donde el cuerpo sufre de una conciencia que vive continuamente vuelta hacia un pasado angustioso que parece no dejar lugar hacia alguna proyección, hacia algún arranque optimista para el futuro, un pasado que te hace sentir empantanado, empalidecido y que destituye al cuerpo de su trascendencia, dejando que devenga predominantemente su dimensión de “cosa”, la de un cuerpo-objeto, a menudo silencioso y siempre más apesadumbrado por la irrupción de un remordimiento o de una culpa que no da tregua. La depresión, en tal caso, como dice Borgna, no sería otra cosa que > [5] .

Al interior de un cuerpo deshecho la persona se siente como muerta en vida, entrampada en un cuerpo que se hace siempre más extraño, un cuerpo hostil que puede llegar, en el delirio hipocondríaco, a asumir la existencia de cualquier material (piedra, leña, vidrio, etc.), vacío o lleno, pesado o ligero, desagradable y a menudo deshaciéndose hasta la descomposición. El enfermo hipocondríaco, de hecho, como lo explica brillantemente Lorenzo Calvi, se puede decir que vive una relación exclusiva, casi autoerótica, con su propio cuerpo viviente que evidencia conocer muy profundamente, por medio de un doloroso contraste entre aquello que él percibe como “opaco” y lo que resulta a sus ojos “transparente”; ojos que son aquellos de su misma mano, una mano que desde ahora no toca, no acaricia, pero antes que nada examina, escarba y literalmente “destripa”: <> [6] .

Sin embargo, la percepción vivenciada del tiempo y del espacio puede alterarse  también en otro sentido, como en la manía, donde el sujeto está totalmente absorbido, mantenido como rehén por un presente degradado a un solo “momento” y casi no se da cuenta de la presencia del pasado, ya que esto no constituye un tiempo para ser vivenciado ya que es olvidado por él. Manía que posterga más allá del espacio habitado hasta convertirlo en un espacio anónimo, lleno de todo y de nada, por todos y por nadie; un espacio casi saturado por los gestos desesperados y frenéticos del maníaco, por su verborrea incesante, redundante, agravada por aquellas particulares alteraciones del lenguaje y del pensamiento que la psicopatología llama “ensalada de palabras” (Wortsalad) y “fuga de ideas” (Ideenflucht) [7] . En condiciones como esta, en la cual el individuo es arrollado por una avalancha de impresiones, de emociones, de ideas que literalmente le giran y le revolotean por la cabeza, ellas le resultan siempre más imposibles de “encontrar” al otro, mientras se topan violentamente en objetos y personas que están siempre al alcance de su mano, semejante a una boca insaciable e incontinente capaz de aferrar frenéticamente todas las cosas que, por estar demasiado cercanos, terminan en su lugar por quedar irremediablemente lejanos: > [8] .

Otras veces, al contrario, el cuerpo no consigue reconocerse en sus propios límites y el contacto con la realidad circundante constituye un evento de alienación dramática. Es lo que ocurre en la esquizofrenia, donde el cuerpo viviente, el Leib, cae a nivel de los objetos que los circundan y junto a ellos llega a confundirse o a identificarse. El cuerpo del esquizofrénico, es un cuerpo inestable, precario, cuyas partes mismas son percibidas como si se arrancasen o dividieran para enredarse con lo que está en el entorno: yo y mundo, dentro y fuera, son totalmente indefinibles y el cuerpo se expande y desvanece bajo el riesgo de perderse de una vez para siempre. Como lo relata Gaetano Benedetti, <> [9] . El yo del esquizofrénico es un yo desorganizado y se percibe en el reflejo especular de un mundo simétricamente alterado y temido, vivido con terror. El derrumbe del yo se expresa sobre todo a nivel psicosomático en términos de un lenguaje que señala la catástrofe, el fracaso irreparable de un cuerpo martirizado en el cual son destruidos los huesos, quemada y arrancada la piel, arrancado el rostro, amputadas y exhibidas las partes íntimas, a merced de una potencia malvada en cuyas garras el individuo cae sin posibilidades de escape, como una “marioneta”, por decirlo junto a Binswanger, agitado por inquietantes y desconocidos titiriteros [10] .

La alteración de la conciencia de los propios límites, que como sabemos no son solamente fronteras físicas, está ligada también al brote de otras graves alteraciones en las cuales el cuerpo se siente amenazado o finalmente invadido, asediado por aquello que es ajeno a él. Basta con pensar, por ejemplo, en todo el campo de los delirios paranoicos de tipo persecutorio, desde los cuales emerge una imagen de un cuerpo extremadamente vulnerable, expuesto sin ninguna protección a las miradas indiscretas de los demás que intentan traspasarlo, de hurgarlo para espiar y robar aquello que era custodiado en la más inaccesible intimidad: estos enfermos narrando que son observados, por algún vecino cercano, en los momentos más imprevisibles de la jornada, en el baño, durante la noche, mientras se colocan la ropa, lamentándose de ser espiados a través de todo género de agujeros, de fisuras, y también por aparatos electrónicos externos o internos, introducidos en ellos a sus espaldas en la cabeza para poder captar sus pensamientos o sus deseos más inconfesables que, una vez hechos de dominio público, terminan, como suele decirse, en la boca de todos, lo exponen al ridículo y la burla, bajo el peso insoportable de la vergüenza o de un sentido de culpa devorador, en una indefensa e indefendible desnudez en la cual viene a encontrarse para no poder más sentirse seguro en aquella “opacidad” del cuerpo que constituye siempre el secreto inaccesible que somos.

Podríamos decir que nunca, como en este caso, la exposición a un mundo hostil de las miradas y los oídos de los demás es literalmente una “expeausition”, por decirlo junto con el filósofo francés Jean-Luc Nancy, quien ha acuñado esta palabra en la cual compara la observación de la “piel” (peau), para indicar en cuánto la exposición es un evento que involucra integralmente al individuo, lo abre carnalmente al mundo y compromete todo su ser. La piel, de hecho, como ha señalado también las previsoras indagaciones del notable psicoanalista Didier Anzieu, está a la base de todo desarrollo psíquico, a partir del nacimiento, cuando la separación de la propia madre es vivida por el niño como la dolorosa laceración de una piel común, de la cual la necesidad de desarrollar un “yo-piel” psíquico que funcione como una envoltura narcisista y le permita representarse a sí mismo como un yo que contiene sus propios contenido psíquicos, asegurando así a su aparato psíquico aquel equilibrio y bienestar general en el que consiste la salud: <> [11] .

Y que nuestra exposición hacia las cosas y los demás sea verdaderamente una cuestión de piel, se recoge del estudio de otras formas de patología mental, como por ejemplo la fobia obsesiva, en la cual la relación con el mundo pasa por los límites precarios de una piel demasiado porosa, constantemente en transformación y, por lo tanto, poco compacta, sin ser suficientemente refractaria, una piel que por esto deja pasar peligrosamente el desorden y la suciedad del mundo, arriesgando nuestra supervivencia. Es el caso del “anancástico”, en los cuales el sujeto se siente constantemente expuesto a la amenaza de lo que lo circunda y está, por lo tanto, obligado a defenderse reiterando obsesivamente determinados movimientos, involucrándose en actos verdaderamente y propios de contraencantamientos en contra de las fuerzas invisibles del mal, del cual se siente invadido o asediado, adoptando un comportamiento característico de todos los obsesivos que consiste, por ejemplo, en tocar las cosas un número preciso de veces o en realizar determinadas acciones de un ritual de descarga que le permite ahuyentar los influjos negativos, todas estrategias al límite de lo sobrenatural que, como dice Erwin Straus, hacen de estos pacientes los <> [12] . Obstinadamente se convencen de que las cosas están en constante movimiento, en una fluctuación continua que causa la irreparable destrucción, este particular tipo de obsesivo se encuentra constantemente constreñido, siendo objeto de una necesidad (Ananke) muy fuerte para él, de controlar y tener a su merced el desorden del mundo y la disolución de todas las cosas, comprendiendo entre ellas el propio cuerpo. De aquí la fobia por la inmundicia y sobre todo por el polvo, da siempre señales inequívocas de destrucción y de muerte, y en consecuencia las preocupaciones obsesivas por la limpieza de la piel, una puerta constantemente abierta y por lo tanto expuesta al peligro de contagio, de la contaminación: <> [13] .

Sin embargo, la exposición hacia fuera constituye una amenaza para el cuerpo también en el caso de aquellos delirios que centran su contenido en el sentido sobre el tema de la piel y del contacto con un “mundo animal” que a su vez no tiene dimensiones microscópicas de las bacterias, si no que se refiere, por ejemplo, a los insectos o cualquier otra especie viviente de dimensiones incluso mayores: me refiero al delirio zoopático, al delirio dermatozoico y al zooptico, también ellos se derivan de una particular modificación del espacio vivido y de la manera alterada de vivir la distancia de las cosas. El cuerpo-viviente, de hecho, diferentemente al cuerpo-objeto no mide la distancia en centímetros o milímetros, si no que esencialmente vive en sí mismo, o dentro de sí mismo, la presencia inquietante del animal, en cuanto la capacidad del cuerpo de vivir la distancia de las cosas se modifica constantemente, tratándose de una espacialidad que no es simplemente posicional si no que esencialmente “situacional” [14] . A la luz de este tipo especial de espacialidad es posible comprender la tipología orificial característica de los delirios de este género, que condiciona de un modo un tanto típico el vivir y, diremos sobre todo, el tolerar aquel cambio incontrolable entre lo interno y lo externo, entre cavidad interna del cuerpo y superficie externa, cambio que amenaza la integridad de un sí mismo que, por aquel motivo, queda expuesto a la posibilidad de su misma muerte. Sobre este argumento ha escrito páginas inolvidables Bruno Callieri, también junto a él, con Borgna y a Calvi, entre los más grandes psicopatólogos vivos de orientación fenomenológica: entra en el cuerpo o proviene desde el cuerpo, atravesando en todo caso barreras consideradas infranqueables: así, por ejemplo, las figuraciones de parásitos emergentes desde el ano, aquellos de antiquísimas iconografías representando animales que aparecen desde la cavidad oral, son todas expresiones de experiencias culturalmente injertadas sobre la sensación de impenetrabilidad (inviolabilidad) del cuerpo interno, del adentro>> [15] .

¿Y qué decir también de la anorexia y la bulimia? Estas dos modalidades existenciales, en efecto, son consideradas desde siempre como dos casos ejemplares de la patología de la corporalidad, en los cuales se está a la presencia de un cuerpo que solo reductivamente puede ser considerado en su sola dimensión somática, desde el momento que la anorexia y la bulimia se refieren no tanto, y no tan solo, a la fisiología y la biología, como al modo subjetivo de sentirse un cuerpo, de vivirse como cuerpo, de ser y no de tener un cuerpo – esto que se vuelve indicado señalar con el término “corporeidad”. Estas dos tipologías de vivencia son testimonio de la centralidad del cuerpo-viviente el cual, después de un tránsito entre sí mismo y el mundo, entre el yo y los otros, zona de límites mucho más impalpables y vulnerables de la misma piel, ya que se modifican constantemente y no alcanzan más una conformación, una estación que sea definitiva. En la anorexia, el restringirse de los confines de la corporeidad tiende hacia una suerte de anulación total, con la finalidad de liberarse de la pesadez de un cuerpo vivido como estorbo, como impedimento hacia la adquisición de una liviandad casi espiritual. Por su parte, en la bulimia, la expansión de un yo hipertrófico apunta a inundar el mundo y a colmarlo, con la consecuencia de que, a causa de esta expansión suya ilimitada, el bulímico, quien fagocita un mundo que se convierte en carne de su carne, termina por sucumbir bajo el peso de una carne que escapa a toda posibilidad de control [16] . Los ejemplos podrían continuar, sin embargo, en este punto es oportuno volver sobre las conclusiones posibles.

Aquello que hasta ahora destaca es ciertamente el hecho de que el cuerpo está constantemente en feria, como algo de lo cual no es posible trazar los límites de una vez por siempre y que, por decirlo junto con Nietzsche, hace del hombre el único animal que “no permanece estable”. Sin embargo, el cuerpo, a causa de su particular “visibilidad”, permanece además como un objeto privilegiado de intervención por parte de los diferentes poderes que lo controlan y gobiernan la serie de movimientos y de las transformaciones mediante el recurrir a diferentes códigos interpretativos, con los cuales se lleva a atribuir un sentido a sus acciones y a la expresión de sus estados emocionales. El cuerpo está así insertado en un verdadero y propio “espacio ideológico” [17] , en la condición de soportar además, diferentes formas de subjetivación: viene excluido, marcado, torturado, operado, si no que también adiestrado, premiado, curado, reproducido – no debemos, de hecho, caer en la ilusión de creer que la acción de control de los cuerpos devenga siempre y exclusivamente en los términos de la coerción: sabemos todos cuanto se puede y es posible ejercer sobre los individuos utilizando solamente la fuerza de la recompensa, del don, del perdón. Incluso, en los casos en los cuales pareciera que la intervención del poder se revela directamente a la conciencia, hacia el alma, se trata siempre de una maniobra ejecutada aún hacia los daños del cuerpo. Por este motivo, como afirma Foucault, no se debería concluir apresuradamente <> [18] .

La historia de los manicomios, así como de las clínicas, de las cárceles, de las fábricas, de las escuelas, etc. Lleva a la luz el hecho fundamental de que todas las organizaciones disciplinarias terminan por producir siempre su propio modelo de “cuerpo”, a fin de que la fuerza y potencialidad de los cuerpos no sean derrochadas, no se desborden en peligrosos e incontrolables excesos, si no que, sean más bien empleadas concretamente en operaciones funcionales al “bien” de la sociedad, a la finalidad también de sublimar, por así decirlo, aquellas características negativas (de perversión, extravagancia, desviación) que los cuerpos pueden asumir. Esto explica el siempre mayor interés del Estado, de la política, de la sanidad, de la religión en los problemas de la salud y de la higiene física y “mental”, hasta la educación y, porqué no, al tiempo libre de todo ciudadano.

La locura, que es siempre la locura de un cuerpo, puede irrumpir como la contradicción más absoluta, la oposición más radical e insolente en consideración de todos aquellos procesos de educación y de rehabilitación impuestos en la tentativa de controlar, a través de la curación médica y moral del cuerpo, aquellos “flujos de intensidad” – por decirlo junto a Deleuze- por los cuales somos atravesados, aquellas líneas de fuerza por las cuales somos caracterizados desde este lado por aquella identidad precaria conferida apenas por el nombre propio y por las reglas sociales. La locura, en este caso, se opone como alteridad irreductible respecto a cualquier imposición totalitaria de una Razón que intenta neutralizar el cuerpo en su ser constantemente en proceso, con la finalidad de sujetarlo a esquemas antropológicos, psicológicos o psicopatológicos que distinguen rígidamente aquello que es natural de lo que es innatural, aquello que es sano de lo que es enfermo, recurriendo a definiciones, a clasificaciones, a nosologías en virtud de las cuales el quién que da “nombre” a la cosa, asume, por esto, además poder y derecho sobre ellos.

© Philosophema, n. 3-5, Dicembre 2004

[1] L. Binswanger, Sulla psicoterapia, in Per un’antropologia fenomenologica, tr. it., Feltrinelli, Milano 1989, pp. 151-153.

[2] E. Minkowski, Il tempo vissuto, tr. it., Einaudi, Torino 2004, p. 373.

[3] Cf. M. Bracco, Sulla distanza, Stilo Editrice, Bari 2003².

[4] E. Minkowski, Vers une cosmologie, Payot, Paris 1999, pp. 168-172.

[5] E. Borgna, Malinconia, Feltrinelli, Milano 1992, pp. 75-76.

[6] L. Calvi, La consistance corporelle chez l’hypocondriaque, in G. Lantéri-Laura, a cura di, Regard, accueil et présence, Privat, Toulouse 1980, p. 61 [trad. nostra].

[7] L. Binswanger, Sulla fuga delle idee, tr. it., Einaudi, Torino 2003.

[8] L. Binswanger, Melanconia e mania, tr. it., Bollati Boringhieri, Torino 1989, p. 84.

[9] G. Benedetti, Alienazione e personazione nella psicoterapia della malattia mentale, Einaudi, Torino1980, p. 49.

[10] L. Binswanger, Il caso Suzanne Urban, tr. it., Marsilio, Venezia 1994, p. 114.

[11] D. Anzieu, L’io-pelle, tr. it., Borla, Roma 1994, pp. 68-69.

[12] Cf. E. Straus, On obsession, Nervous and Mental Disease Monographs, n°73, New York 1948, p. 38.

[13] L. Calvi, Il fremito della carne e l’anancastico, in A. Ballerini-B. Callieri, a cura di, Breviario di psicopatologia, Feltrinelli, Milano 1996, p. 52.

[14] U. Galimberti, Il corpo, Feltrinelli, Milano 1994, p. 74.

[15] B. Callieri, L’animale nel vissuto corporeo, in Quando vince l’ombra, Edizioni Universitarie Romane, Roma 2001, p. 169.

[16] Cf. A. Garofalo, L’ec-sporsi iconografico del corpo, in A. Dentone, a cura di, Corpo e psiche: l’invecchiamento, Bastogi, Foggia 1998, pp. 85-101.

[17] Cf. M. Bracco, Corpo grottesco e spazio ideologico, «Comprendre. Archive International pour l’Antropologie et la Psychopathologie Phénoménologiques», 10, 2000, pp. 29-47.

[18] M. Foucault, Sorvegliare e punire, tr. it., Einaudi, Torino 1976, p. 33.